Cancerberos.coach

Mi casa tiene las puertas cerradas, aunque nunca paso mucho tiempo en ella. Jamás estuve en Creta, aquella isla que es una realidad para el mundo y mitología en nuestras cabezas gracias a los griegos, a Borges y al Narrador de cuentos; sin embargo, he estado en otros lugares. Hoy mi tiempo se distribuye entre llegadas y salidas internacionales, que son el preámbulo de colosales campos de hierba bien podada. Dicen algunos entendidos que sin mí todo este juego no tendría sentido y que, por ser el que menos expone el físico, y por trabajar tanto con los sesos como con las manos, es mejor rozar el enigmático umbral de la treintena para alcanzar eso a lo que llaman madurez.

Quizá el único que me puede comprender parcialmente sea el centro delantero, que casi siempre es grandote, corpulento y posee una espalda recia y valerosa para soportar tantos golpes atracados. Ese también anda solo aunque su soledad se termina cuando los aleros o los que van por fuera empiezan a sobrevolar sus flancos como halcones a la caza. Pero hay algo que sí me diferencia de él: sus festejos nunca son solitarios. El defensa central siempre tiene a una pareja que cumple su misma tarea. El marcador tiene su propia versión del hombre en el espejo, pues cuando un marcador de punta ataca el otro se queda, casi siempre impactan el balón con la pierna contraria y casi nunca se lo pasan entre sí, a menos que sean dos iluminados con grandes panoramas. Los volantes centrales son tratados de forma muy injusta, a veces hasta indigna. Son los que menos dinero ganan y los que menos aplausos se llevan luego de haberse desgastado corriendo cuales ratoncitos de un lado a otro, forzando la máquina, los pulmones, los tobillos y las rodillas en cada deslizamiento. Son las vigas donde descansa el equipo. Los volantes de creación son los más bonitos, siempre los más guapos y- aunque están tan cerca de los de contención- son quienes más ganan. Ellos nacieron con una habilidad espacial distinta, con una capacidad natural para la física aplicada y con la geometría entre talón y talón. Pero yo no.

Recuerdo que de niño quise ser delantero. Quería corretear luego de celebrar los goles, despojarme de la camiseta, tirarla al viento o darle vueltas en mi dedo índice mientras corría junto a todos los que se me colgaban del cuello y me apretujaban el pecho. Alguna vez hice un gol y corrí como un demonio hacia la esquina y lo grite con toda la gente que estaba alrededor de la pista. Cuando volteé me di cuenta de que en el otro extremo, en nuestro arco, el portero aplaudía con fuerza, levantaba los brazos y sacudía sus guantes provocando sonidos graves, pero nadie lo abrazaba. Él daba vueltas en círculo, sonreía, pero no gritaba ni malgastaba la garganta, quizá solo un momento. A veces iba corriendo hacia nosotros, pero nunca nadie fue corriendo hacia él. Ese perro cancerbero cuidaba la puerta de nuestro infierno: el del gol en contra ¿Quién quería ser arquero? Nadie. Siempre estaba solo.

Mientras celebraba ese gol vi a mi arquero, lo vi en cámara lenta como esperando a que hiciera algo, esperando algún gesto o apretón de dientes, esperando que me diese una señal que ese no era mi sitio. Pero no pasó. Por alguna razón quizá científica o quizá azarosa, supe que yo quería estar parado allí, que de alguna forma tenía más ventajas, que podía coger el balón con las manos y surcar el aire casi siempre sin lastimarme. Sabía que me cansaría menos, pero que mi responsabilidad sería mayor, que vestiría distinto, que me pondría guantes, que no me podría atar los pasadores sin ayuda.En el tenis o en el golf siempre se está solo. Aquí yo soy el único tipo que juega un deporte colectivo y que aun así, ineludiblemente, se encuentra aislado, delimitado por unas líneas blancas y con un rectángulo en la espalda, y la confianza de mi equipo -porque es mío y no del entrenador- depende de mis ojos y mi semblante, y siempre, siempre, de mi primera descolgada.

Me di cuenta de que allí estaba solo, que no tenía hermanos y que nunca podía ver entrar a uno de mi misma característica si no era yo quien salía. En mi equipo sería único. Me gustaba ser especial, el diferente, el distinto, pero más que eso, me gustaba ser responsable. Eso dependía absolutamente de mí y de nadie más. Así, me dije, así uno se hace hombre. O mejor, para trascender el cliché sexista, así uno crece y se hace grande, tal vez el más grande.Cuento de: Leonardo Ledesma Watson

admin
agosto 13, 2019

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